Hubo una vez un maestro de gran renombre
cuyas palabras eran como las tablas de la ley.
Porque es más fácil aprender que desaprender.
Porque hemos rebasado el punto de no retorno.
Coged vuestras pertenencias y seguidme,
de lo contrario pereceréis con toda certeza.
Yo no era más que un niño de la ciudad,
mis padres eran hijos de descendientes de inmigrantes,
así que lo seguimos, y, al igual que sus seguidores,
naufragamos en una montaña que tenía un manto de nieve,
y comimos las bayas y las raices
que crecían entre las hileras de árboles.
El visionario del amor duerme cada vez más profundamente
en un edredón de estrellas.
Hace frío.
A veces ni se siente la respiración.
Hace frío.
El tiempo y la abundancia hicieron sus pasos más torpes,
así que el maestro se dividió en dos.
Una mitad devoró los bosques y los campos
y la otra mitad sorbió el agua de las nubes.
Y quedamos sorprendidos por la voracidad de su apetito.
El visionario del amor duerme cada vez más profundamente
en un edredón de estrellas.
A veces no sabemos ni quiénes somos.
A veces la fuerza nos domina y gritamos:
Maestro, condúceme hasta casa.
Llévame a casa, maestro.
Llévame a casa.
Condúceme a casa, maestro.
Llévame a casa.